Columna de opinión sobre el tema de la crisis del sistema chileno de acreditación.
Sistema: ¿acreditado o desacreditado?
Nuestra educación superior carece de un marco legal adecuado, de una conducción orgánica, de las necesarias regulaciones, de un régimen apropiado de control de calidad y de un financiamiento equilibrado.
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 9 de diciembre de 2012
La crisis de confianza y el descrédito que experimenta nuestro régimen de aseguramiento de la calidad de la educación superior obliga a revisar la institucionalidad completa de este sector. Hasta aquí las reacciones -partiendo por el Presidente de la República- han sido de alarma y reproche más que correctivas y de proposición. Se difunde así un clima de sospecha que lesiona al sistema en su conjunto, sin contribuir a la deliberación pública en torno a soluciones de fondo. ¿Cuál es el correcto diagnóstico, entonces?
Digámoslo derechamente: nuestro sistema de educación superior, cuyo tamaño y complejidad han aumentado a la par con su masificación, diferenciación y racionalización técnico-burocrática, carece de un adecuado marco legal, de una conducción orgánica, de las necesarias regulaciones, de un régimen apropiado de control de calidad y de un financiamiento equilibrado.
En efecto, este intrincado y dinámico sistema se rige aún en lo básico por la LOCE, ley orgánica de educación del año 1989. Hace rato debió ser sustituida, pero sigue vigente, parchada y deshilachada, sin contribuir en nada a ordenar y orientar normativamente al sistema.
En lo tocante a su conducción o gobierno, es evidente que carecemos de un aparato dotado de la estructura, personal, recursos, inteligencia, instrumentos y capacidades de ejecución en condiciones de cumplir esa labor. Más bien, hay un débil cuerpo administrativo a cargo, una división dentro del Ministerio de Educación, cuyas facultades son acotadas cuando no ambiguas, y que tampoco preside el sistema académico de ciencia y tecnología. En breve, no hemos dotado al sistema de una conducción eficaz. Y esta desidia no es casual; ha contado con la complicidad de los principales actores y partes interesadas de la educación superior.
Sin un marco ni un vértice, también las regulaciones del sistema operan flojamente. Por ejemplo, recién ahora último comenzamos a discutir la creación de un organismo fiscalizador que cautele el uso de los recursos en la educación superior. Con todo, el proyecto correspondiente apenas ha progresado en el Congreso Nacional, a pesar de la encendida retórica favorable a la rendición de cuentas y contra el lucro indebido.
Algo similar ha ocurrido con el régimen de aseguramiento de la calidad. Su establecimiento tomó largo tiempo; la ley que lo instauró fue aprobada a contracorriente y con múltiples fallas internas, y su funcionamiento quedó en manos de un organismo que actuaba sin transparencia ni escrutinio público en medio de un generalizado desinterés, conformismo y falta de perspectiva crítica por parte de la comunidad académica y los medios de comunicación.
Esto refleja una insuficiencia adicional del sistema: el hecho de operar sin un organismo interno que represente los legítimos intereses de las instituciones. El Consejo de Rectores (CRUCh) no cumple esta función, alimentando, por el contrario, la mudez y el espíritu conservador del sistema. A su turno, las instituciones privadas más prestigiosas prefieren actuar cada una por su cuenta y, en lo posible, sin llamar la atención, con lo cual abandonan la esfera pública y producen un vacío adicional.
En este cuadro de carencias, contradicciones y ausencia de liderazgo no sorprende que el único asunto capaz de movilizar las energías y pulsiones del sistema sea el financiamiento -con recursos de la renta nacional- de las propias instituciones. Es normal que éstas se organicen para luchar por subsidios estatales. No lo es, en cambio, que el país carezca de una visión y estrategia de largo plazo para el desarrollo sostenible de su educación superior. Sin este encuadramiento, la disputa por recursos arriesga convertirse en un elemento disociador que genera una sorda tensión entre las universidades.
En suma, no habrá una salida de la crisis de confianza y credibilidad del sistema si no abordamos los problemas de fondo que lo aquejan. La acreditación y el aseguramiento de la calidad son una dimensión -¡importante, sin duda!-, pero insuficiente para desencadenar un proceso integral de reforma.
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