A propósito de conceptos de universidad hemos publicado previamente un columna de Otto Dörr y un análisis sobre universidades posmodernas.
A continuación un nuevo aporte a esta línea de reflexión.
El ocio resplandeciente de las universidades
Juan Guillermo Tejeda, Artista visual. Académico de la Universidad de Chile, El Mostrador, 9 de Noviembre de 2011
Lo más bonito de la universidad es que sea un espacio un poco ocioso y abierto, donde se pierde –o se gana– mucho el tiempo. En ese mundo podemos tratar con gente de diversas generaciones, y en cambio no hay ni verdades absolutas ni doctrinas oficiales.
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De mi paso como estudiante universitario recuerdo sobre todo la conversación, las experiencias, la gente que conocí, los maestros o compañeros o afectos que tuve, y sobre todo el proceso mediante el cual fui descubriendo o potenciando capas hasta entonces inactivas de mí mismo. Entendemos así la dimensión del conocimiento y qué lugar modesto ocupamos en él.
Me tocó pasar exitosa o fracasadamente por cuatro facultades de tres universidades distintas, dos de ellas públicas. Estudié (es un decir) Arquitectura en la Universidad Católica, apenas unos meses; Filosofía –dos años de bruma– en el glorioso Instituto Pedagógico, Bellas Artes completa en la Universidad de Chile y finalmente un año y medio de Arte en la Escuela de Sant Jordi, en la Universidad de Barcelona, donde poco aporté y se me olvidó casi todo.
Siempre me ha gustado medir mis fuerzas, sentirme vivo y renovado en algo, acogido por una red de personas y situaciones, navegar en una ola de cambio durante meses o años, y cuando el ambiente se marchita pasar a otra cosa, aunque conserve algunas de esas relaciones para el resto de mi vida. No creo que a un libro haya que leerle todos los capítulos ni que a una carrera haya que seguirle todos los ramos, en una buena fiesta basta con haber estado un rato. Las experiencias desarrollan su curva natural, que es la que vale y está viva, lo demás son burocracias, alimentadas por la expectativa ilusoria de que las cosas en la vida “se completan”. La verdad es que vamos haciendo la vida día a día hasta que simplemente se extingue sin que sepamos por qué.
Está bien un poco de accountability, pero no hay que exagerar. Yo prefiero a un profesor sin doctorado que tenga conversación, testimonio de vida y cabeza propia que a un metodólogo con mucho paper y abstract y journal que no son leídos por nadie.
Más cómodo me he sentido habitualmente en las universidades públicas, algo desorganizadas e indiferentes aunque dotadas de espesor geológico, y donde por suerte no existe un modelo humano al que uno debiera parecerse. No hay allí de esas misses sonriendo de mentira que llegan con una carpeta de apuntes y una polera institucional, a darte la línea. Lo bonito es que cada profesor o profesora hable desde su experiencia, desde su mirada fragmentada y subjetiva, desde sus dolores y sus firmezas, que algunos de ellos aparezcan poco en clase, que otro regale las notas y el de más allá sea estrictísimo (anal, casi) para los promedios. Finalmente es uno mismo, quien estudia, no unos burócratas de la secretaría de estudios, quien irá haciendo la síntesis de todo ello, si es que está en el momento para hacerla.
Dentro de las universidades de hoy se ha colado con fuerza la política anglosajona de los indicadores, es decir de que todo lo que ocurre debe llevar notas, si no es como si no existiera. No nos parece que los anglosajones sean más felices con su exitismo, su paranoia y su presunta objetividad, pero los imitamos. Las evaluaciones docentes tienden a ecualizar a los profes: hay que ser amable con todos, llegar a la hora, ponderado con las notas, no emitir opiniones con vehemencia, etc. Se cuantifican también las publicaciones, la asistencia a reuniones, la asistencia a congresos, etc. Y vamos juntando puntos, como en los supermercados.
Está bien un poco de accountability, pero no hay que exagerar. Yo prefiero a un profesor sin doctorado que tenga conversación, testimonio de vida y cabeza propia que a un metodólogo con mucho paper y abstract y journal que no son leídos por nadie. O a alguien de modales rudos pero con el corazón palpitante. En el mundo de las evaluaciones estandarizadas no hay nada que palpite. Y aprendemos también de los estudiantes, de los colegas, del ambiente, de todo un poco, sin necesidad de notas.
Pero desgraciadamente, sentencian estos nuevos liquidadores de la universidad, lo que cuentan son los indicadores, y vamos a por ellos cueste lo que cueste, porque las buenas evaluaciones son finalmente más dinero, más recursos. El acento en los indicadores, sin embargo, delata la ausencia de sustancia, y es que mientras más ponemos la cabeza en las notas o en los rankings menos nos concentramos en nuestro propio movimiento, en las redes reales que estamos creando, en la emoción vital de la cosa.
Hoy, según estándares internacionales, una revista académica será “mejor” si cuenta con un mayor número de artículos rechazados por el comité editor (si rechazan mucho es que los que se publican son muy buenos, cosa que no está nada demostrada), o si genera más citaciones, aunque se trate de citaciones hechas por cabezas serviles en revistas feas y muertas que se acumulan en bibliotecas a las que nadie va.
Yo creo en las revistas con glamour, en los artículos desafiantes o deslumbrantes, en el estilo, en la forma, en la belleza menos que en el rating, y quizá más en los blogs o en Facebook o en las conversaciones de pasillo. Un día de estos van a suprimir los pasillos para que los académicos y sus ayudantes puedan estar siempre inclinados sobre sus computadores redactando más y más papers de feo estilo que no hacen felices a nadie pero que suben indicadores, oh miserables comerciantes del conocimiento: ahí hay un tipo de lucro perverso que no ha sido debidamente señalado, una reducción de la libertad universitaria a la dictadura tonta que hasta ahora ha sido propia de los colegios y las oficinas.
A los griegos les gustaba identificar lo bueno con lo bello. No puede ser buena una manera de hacer universidad que resulta finalmente fea, con espacios poco atractivos, académicos o académicas nerds y estudiantes mamones, por mucho que consigan indicadores buenos y gran cantidad de estrellitas. He ido a veces a esos congresos internacionales de académicos, y no sé, les falta glamour. Tanto libro no puede hacer bien, aparte de que los libros, que tienen su belleza, ya no corren, porque la gente ha pasado de estudiar en fotocopias a los pdfs, de la antigua clase magistral a las prsentaciones Power Point, y yo creo que tanta cosa de esa nubla la vista y deteriora la piel. La mitad de la actividad de un académico termina siendo el llenado de formularios.
Toda esta lógica empezó en los ochenta con Reagan y la señora Thatcher, y situó al financiamiento o desfinanciamiento o autofinanciamiento de las universidades como la sala de máquinas de la educación superior, como si financiar algo constituyera su núcleo existencial. Y así, mientras antes los que hacían la universidad eran humanistas sin prisa, hoy son economistas. Interesan más las cifras que las personas, más las estadísticas que los ambientes.
Yo celebro, por eso, a estos estudiantes inflamados que están atacando la industria de la enseñanza y se niegan a ir a clases. Aprender es también cumplir hazañas, y ellos las están haciendo. Lo que no quita que cuando la hazaña adquiere modalidades incendiarias sea preciso poner un freno, porque hasta las insurrecciones tienen sus protocolos republicanos, su sentido común. Sólo me pregunto a veces si quizá parte de este movimiento que remece al país no será un alegato de clientes insatisfechos, que quieren más educación estandarizada, y finalmente menos libertad, menos espacios para el aprendizaje creativo y humanista, más indicadores, más títulos de mercado, más universidad vacía, más esclavitud. No sé si al final de este movimiento vamos a humanizar las condiciones del aprendizaje, o entraremos a darle a todos, no sólo a los privilegiados, un sistema de enseñanza que desconfía de las personas y adora servilmente a los indicadores.
Yo celebro a estos estudiantes inflamados que están atacando la industria de la enseñanza y se niegan a ir a clases. Aprender es también cumplir hazañas, y ellos las están haciendo. Lo que no quita que cuando la hazaña adquiere modalidades incendiarias sea preciso poner un freno, porque hasta las insurrecciones tienen sus protocolos republicanos.
La universidad para todos, industrializada, ha terminado por difuminar las bellezas clásicas de lo universitario, y lo que nos ofrece hoy es bastante chatarriento, un poco en la línea de diferencia que puede haber entre un McDonald’s y un restaurante francés de toda la vida. O sea que ha llegado a ser para todos, pero ya no es universidad. Y a lo mejor me van a criticar por elitista, pero yo estoy convencido de que la universidad está hecha para los espíritus inquietos, para los que quieren entender y buscar, no para quienes necesitan validarse con un título profesional. Para eso están los institutos profesionales, los colleges, los politécnicos, que pueden ser de gran calidad pero donde más que las preguntas abundan las respuestas. En Chile le están llamando generosamente “universidad” a cualquier cosa. Muchos de los estudiantes de las universidades actuales desean sólo su nota, su título profesional, y que no les compliquen la cabeza. Después, a por el postgrado infinito, o a un trabajo rentable y odioso. Son en gran parte clientes. A Sócrates le hubieran dado su ración de cicuta y a Jesús su corona de espinas y su cruz, por haber respondido vagamente con preguntas o con parábolas y no en planillas excel.
Pues bien, para mí que las universidades, como el jardín de Epicuro, son para los chalados, para ese momento de la juventud en que estamos en plenitud de nuestras fuerzas pero desorientados y confusos. Y lógicamente, como suele ocurrir en las buenas universidades públicas, lo que corresponde es que tengan acceso todos aquellos con reales afinidades con el jardín del saber, sin que el origen socioeconómico, o la manera de pensar o de sentir vayan a ser una limitante. Pero eso nos retrotrae a perversiones e inequidades del sistema educacional chileno en general, como que a los niños de tres años ya los están punceteando con haciendo exámenes de admisión en esos colegios nauseabundos de curas o con nombre inglés y misses de apellido Ramírez o Quintana, con todo el hispánico respeto que merecen estos apellidos. Y ojo, no son estas prácticas una perversión de la autoridad sola, que en ella participan con mucho entusiasmo los curas, los profesores, las familias…
Puedo jurar y mostrar por el testimonio de mi vida que la equidad es para mí un valor y que detesto la segregación, pero prefiero a la universidad como un espacio soleado para pocos, para espíritus confusos en un ambiente de conversación y de experiencias, que como un ascensor operativo para trepar por la escala social y acceder al kit de la modernidad global, o sea un auto, una casa, un par de matrimonios fracasados, una educación arribista para los niños, unas vacaciones con avión, un computador y un Iphone, un asilo de ancianos para sacar de circulación a los abuelos, y una muerte asistida por un buen seguro médico.
El conocimiento tiene un flanco de certezas y otro de incertidumbres, y la universidad se hace de ambos. No es posible aspirar a tener sólo certezas, porque ello diluye la identidad de lo universitario. No sé si he desarrollado bien estos argumentos…
La idea también anglosajona del fair play ha sido otro elemento destructor, ya que ha instalado prácticas nacidas de la convicción no comprobada de que en el mundo del conocimiento lo que cuentan son las reglas y métodos de evaluación. O sea que se gasta mucha energía en saber si la nota fue justa o no, cuando la nota es siempre basura, externalidad, residuo. ¿Qué importa que una basura sea justa o no justa? La judicialización del aprendizaje es una lesera. Aprendemos no para dar pruebas, sino para dominar algo que nos interesa. Los niños no aprenden a hablar para sacarse una buena nota sino para comunicarse. No comen para que les den un premio sino porque tienen ganas. El fair play excluye los afectos, pone bajo sospecha las afinidades electivas de las personas, y supone un ambiente artificial neutro dentro del cual operaría eficazmente la justicia pedagógica. A mi juicio este sistema mata la dialéctica humana que es indipensable en todo aprendizaje. En un mundo de plástico sin emociones aprendemos, quizá, pero sólo aprendemos cosas desagradables.
Reemplazar la compleja y dialéctica experiencia del aprendizaje por sus evaluaciones es una traición a la naturaleza de los seres humanos. Somos seres orgánicos que cada día aprendemos, cada cual a su modo, y lo hacemos durante toda la vida, sin necesidad de notas, en momentos que casi nunca ocurren en una sala de clases o estudiando para una prueba. Aprendemos mirando, escuchando, viviendo, cayéndonos, imitando a quienes queremos. ¿Por qué desconfiar tanto de nuestra propia condición humana? ¿Qué sentido tiene neutralizar artificialmente el aprendizaje? Es lógico que los jóvenes se resistan a aprender aquello que no necesitan y que no sienten como querible. Y es cada persona la que sabe mejor que nadie qué le sirve y qué no le sirve.
La falta de respeto por las inquietudes y curiosidades naturales de los jóvenes, por sus afectos, es una de las señas de identidad de un sistema educacional, el occidental, que le da la espalda a la realidad y según todos los datos disponibles está fracasando. Mientras más recursos se meten en el sistema, peores son los resultados: es que lo malo es la lógica del sistema, no su cobertura a medias. No se trata de más cosas. Se trata de qué cosas. Y esas cosas no están afuera de las personas, son más bien relaciones o acciones que los jóvenes emprenden autónomamente en determinados ambientes, dede luego no siempre en al ambiente educacional, que se aprende mucho en la calle o en la casa. Desgraciadamente la casa ha ido desapareciendo, se trata hoy apenas de una cocina y unas camas con televisor, es decir un alojamiento. Pasa un poco en todo, hay como un apartheid de las diversas dimensiones del ser humano, en circunstancias de que nos educamos no necesariamente en el colegio o en la universidad sino en cualquier parte que estemos, y nos enfermamos o sanamos no exclusivamente en los hospitales, y nos divertimos quizá durmiendo, o en el trabajo, o en una fiesta, o en cualquier parte. Mientras más se segrega y se desintegra el mundo de aprendizaje del resto de la vida, peores serán los resultados.
Nadie se acuerda de preguntar a los que aprenden qué quieren aprender. Cunde el temor a la realidad, a la libertad, al libre flujo de las potencialidades de las personas, y todo ello es reemplazado por una malla curricular siempre estandarizada y obsoleta, por unos ramos inútiles, por unos protocolos vacíos y pomposos, por roles rígidos.
¡Dejemos que la universidad sea un espacio donde cada cual construya su aprendizaje! Tengamos a disposición de los jóvenes las herramientas que necesitan. Olvidémonos de los fracasados rayos láser que en cinco años van a conseguir que los estudiantes adquieran tales o cuales competencias. El viaje del aprendizaje nos dura toda la vida, y a medida que avanzamos vamos cambiando de meta. La tranquilidad de definir previamente las metas y aplicar luego las metodologías para conseguirlas es una tranquilidad irreal, que se aplica de modo autoritario y burocrático precisamente porque no es real, y que deja fuera del sistema las energías creadoras más potentes de las personas. Construir universidades así es destruirlas.
El neoliberalismo, que se ha ganado mala fama por su ciega desconsideración hacia las personas, ha traído también algunas ventajas, sé que es inadecuado hablar de ellas, pero puede ser útil. Por ejemplo el hecho de que las cosas existan y se validen por sus audiencias, no por los controles estatales, produce inequidades, pero también elimina a los intermediarios y a los burócratas. Los flujos libres de dinero generan distorsiones, pero nos permiten también una vida más tranquila, con menos contadores, menos ventanillas, menos formularios. El capitalismo no todas las veces es malo. Como señalaba Andy Warhol, por más dinero que tenga un multimillonario no puede comprarse una Coca-Cola más cara que la que está tomando el mendigo de la esquina. La ceguera de muchos intelectuales a las dinámicas del contexto y la aplicación testimonial de etiquetados morales o ideológicos no ayuda ciertamente a hacer mejores a las universidades.
La globalización, con sus cargas y amenazas, nos lleva a pensar nuevos modos del espacio público, nuevas formas de organización política. Las grandes empresas hace rato que prescindieron del estado y de los espacios físicos concretos, operan ágilmente mediante flujos globales y moviéndose mucho. Cosa parecida ocurre con los indignados o las ONG, que prefieren aparecer y desaparecer aquí y allá al margen de partidos políticos o de los programas y estrategias parlamentarias. Las universidades, en este contexto, y especialmente las públicas, siguen atadas al siglo 19, a la cuadrícula urbana racionalista, a las notas, a los exámenes, con el agravante de queh hoy se diviniza a las evaluaciones estandarizadas. Hacen falta falta quizá más liberalización, menos certificados, no tantas ceremonias absurdas. Una mirada más digital, más abierta y dinámica, en red. No hay por qué tenerle miedo al conocimiento, no pasa nada si jugamos libremente con él, que así es como aprenden los niños y así es como de adultos aprendemos lo que más nos sirve para la vida. Casi todo los datos que manejaban antes los profesores en exclusiva flotan hoy autónomamente en Google. Más que apretar los músculos, poner muchas pruebas y exámenes o levantarse a horas que el cuerpo nos pide seguir durmiendo, la adquisición de conocimientos depende de la vitalidad y de la libertad, de la propia identidad, de los riesgos, del ocio, de la buena compañía, de nuestras capacidades de integrar, de que hagamos las cosas desde la verdad y no envueltos en una espiral de simulaciones y eufemismos.
Puede que la universidad, en la forma en que la hemos conocido hasta ahora, esté llegando a su fin, por mucho que se renueven los edificios y aumente exponencialmente la matrícula. Se la ve militarmente ocupada por una nube de economistas y de burócratas empeñados en hacer de los indicadores abstractos su sentido último, apoyados todos ellos por una clientela estudiantil indignada o pasiva que busca un diploma a cambio de las menores complicaciones posibles. A la sociedad le parece tranquilizador que los jóvenes se sumerjan durante cinco o más años en unos estudios de lo que sea, porque eso los saca de la calle, de la cesantía o de quizá qué otras barbaridades. Todo lo cual siendo entendible y explicable, nada tiene que ver con el cultivo abierto y complejo del saber.
Entretanto, quizá, los espíritus libres no necesiten ya ni de la biblioteca ni del aula para conservar el conocimiento, para generarlo o difundirlo, porque para eso están los nuevos espacios digitales, las redes, los flujos, las empresas, los circuitos culturales, quizá algunos jardines voladores o galpones privados. Allí encontrarán la confianza, la libertad, los cruces afectivos, el estímulo intelectual y el ocio luminoso que acompañan habitualmente a la creación.
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