Columna de opinión publicada en la sección Educación del diario El Mercurio, 20 abril 2008.
Los negocios y el lucro universitarios
Al no depender sólo del financiamiento fiscal, las universidades se ven obligadas a negociar los medios para realizar su vocación académica.
José Joaquín Brunner
Clark Kerr, lúcido analista de la educación superior de los Estados Unidos, ex presidente de la Universidad de California, solía decir que allá las universidades viven en tensión entre las sagradas alturas de la acrópolis y los intereses menos edificantes del ágora. Es decir, los imperativos de su misión y las solicitudes del mercado; su vocación de bien público y la necesidad de recursos para plasmarla en la sociedad.
A su turno, un reputado economista dio su nombre a la ahora famosa ley de Bowen, según la cual “las universidades procuran obtener todo el dinero posible y gastan todo el dinero obtenido”. Esto es, los dioses de la acrópolis son insaciables en el ágora.
Pues bien: bajo los principios de Kerr y de Bowen se conducen también las universidades chilenas, sin distinción. Su objetivo es maximizar el logro de su misión, sujetas a las restricciones del mercado y a los límites de sus capacidades emprendedoras. Como ninguna depende ya exclusivamente del financiamiento fiscal, todas están obligadas a descender al ágora y, allí, a negociar los medios para realizar su vocación académica.
Emprenden entonces negocios: cobran aranceles, venden conocimiento, compiten para financiar investigaciones, forman consorcios con empresas, crean fundaciones para mejorar el ingreso de sus profesores, entran al mercado de servicios de salud, administran medios de comunicación, ofrecen asesorías y consultorías, contratan estudios con el Gobierno, administran y enajenan propiedades, externalizan operaciones para reducir costos, patentan invenciones y comercializan licencias, entrenan al personal de bancos y municipios, ofrecen programas de educación continua, etcétera.
Como resultado, han dejado de ser corporaciones que se definen únicamente por su misión y los intereses de la profesión académica para transformarse en entidades con fines múltiples -de bien público y de utilidad privada- bajo condiciones de mercado y con un portafolio diversificado de ingresos. Una proporción de éstos proviene ahora de negocios de conocimiento o de operaciones comerciales al servicio de aquellos.
Lo anterior vale para todo tipo de universidades, independiente de sus formas de propiedad y de las reglas aplicadas a la distribución de las ganancias obtenidas de esos negocios. Sin embargo, conviene que estas reglas distingan entre entidades con y sin fines de lucro; es decir, entre aquellas facultadas para repartir ganancias entre los propietarios o accionistas y aquellas que operan bajo una restricción de no-distribución (nondistribution constraint), debiendo destinar sus excedentes íntegramente al desenvolvimiento de su misión, característica distintiva de las entidades sin fines de lucro.
En fin, no es el descenso al ágora lo que diferencia a unas universidades de otras, sino los arreglos que rigen la repartición de los beneficios que allí se originan. A la hora de legislar es importante hacer esta distinción, ahora que la acrópolis descansa sobre las pedestres transacciones y motivos del mercado.
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