Stanley Fisch comenta en el New York Times el libro French Theory: How Foucault, Derrida, Deleuze, & Co. Transformed the Intellectual Life of the United States, de Francois Cusset, pronto a aparecer publicado por la editorial University of Minnesota Press.
Ver el comentario completo de Fisch más abajo y la polémica a que dio lugar en el blog del diario.
Del libro de Cusset existe asimismo una traducción española:
François Cusset, French Theory. Foucault, Derrida, Deleuze & Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos. Editorial Melusina, Barcelona 2005
A continuación el comentario sobre el libro de Cusset publicado en la Revista Observaciones Filosóficas, N° 2, 2006, por Carlos Muñoz Gutierrez*, de la Universidad Complutense.
Foucault, Derrida, Deleuze y Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos
Resumen
El presente texto es un comentario del libro de François Cusset: Teoría francesa. Las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos , texto analítico, caleidoscópico e innovador. En dicha obra, Cusset trata con suma lucidez la influencia de los autores postestructuralistas franceses en la academia universitaria americana y cómo, a partir de devotas lecturas, se desencadena una ideológica guerra entre cánones literarios en el país del beligerante tío Sam, entre Estudios Culturales y reivindicaciones del mercado, la patria y el fin de la historia. En este sentido, French Teory muestra el making off y el behind the scenes de la filosofía francesa en EU, esto es, cómo Foucault, Derrida, Deleuze, Lyotard, Kristeva junto otros comentadores nacionales de gran prestigio como Rorty y Butler, pululan con el aura de estrellas hollywoodenses por los campus universitarios y las librerías especializadas. En relación a lo anterior, se muestra que el mérito de los teóricos radica haber elaborado sutiles instrumentos analíticos para la comprensión de la ingente heterogeneidad cultural estadounidense y mundial. En suma, se presenta un libro del que se recomienda encarecidamente su lectura, un libro por el cual la hora de la gran filosofía comparada ha llegado.
Palabras clave
teoría, postestructuralismo francés, academia universitaria americana, canon literario, Estudios Culturales, filosofía comparada.
Un libro cuya primera página empieza de la siguiente manera, sin duda, parece sugerente:
“En las tres últimas décadas del siglo XX, algunos nombres de pensadores franceses han adquirido en Estados Unidos un aura reservada hasta entonces a los héroes de la mitología estadounidense o a las estrellas del show business. Incluso podríamos jugar a calcar el mundo intelectual estadounidense sobre el universo del Western de Hollywood: estos pensadores franceses, a menudo marginados en su país de origen, obtendrían seguramente los papeles protagonistas. Jacques Derrida podría ser Cint Eastwood, por sus personajes de pionero solitario, su autoridad indiscutida y su melena de conquistador. Jean Baudrillard no estaría lejos de pasar por un Gregory Peck, con esa mezcla de bondad y sombría indiferencia, además de su común habilidad para aparecer donde menos se les espera. Jacques Lacan representaría a un Robert Mitchum irascible, en razón de su común inclinación por el gesto criminal y su incorregible ironía. Gilles Deleuze y Félix Guattari, más que los Spaghetti Westerns de Terence Hill y Bud Spencer, evocarían al dúo hirsuto, exhausto pero sublime, de Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino. Y sobrarían motivos para ver en Michel Foucault a un Steve McQueen imprevisible, por su conocimiento de la cárcel, su risa inquietante y su independencia de francotirador, figurando a la cabeza de tamaño reparto como el favorito del público. Tampoco habría que olvidar a Jean-François Lyotard como Jack Palance, por su alma burilada, a Louis Althusser como James Stewart, por su silueta melancólica y, con respecto a las mujeres, a Julia Kristeva como Meryl Streep, madre coraje o hermana de exilio, y a Héléne Cixous como Faye Dunaway, feminidad exenta de todo modelo. Un Western improbable, en el que los decorados se transformarían en personajes, la astucia de los Indios les daría la victoria, y adonde jamás llegaría la sudorosa caballería.”
La precisión o el acierto en la asociación entre pensadores y estrellas de cine o personajes llevados a la gran pantalla por determinados actores anima a la lectura y no sólo por aventurar una zona de proyección, a la que la imaginación humana es tan proclive y tan fructífera; tampoco sólo porque nos muestre la posibilidad de traspasar los límites de los campos y de las disciplinas y tampoco exclusivamente porque el ejercicio de la transfiguración permite al lector otros muchos juegos de metáforas. También por razones más objetivas, porque de los autores que French Theory analiza son hoy clásicos del siglo XX, centro de referencia para el diálogo y el trabajo filosófico y, en consecuencia, nuevos datos, nuevas reflexiones han de animar la discusión.
Pero a pesar de todos estos motivos, cuando uno se adentra en las profusamente documentadas páginas de este libro, en algún momento, uno se para y se pregunta por el interés que puede tener algo que resulta tan local, tan temporal y en cierta medida tan provinciano: La influencia de los autores franceses postestructuralistas en la academia universitaria norteamericana.
Sin duda, el tema no es tan banal como parece. Al fin y al cabo, Estados Unidos es la potencia económica, política y cultural de nuestro tiempo, el imperio según el análisis de Toni Negri, y el pensamiento francés es uno que tiene etiqueta propia desde hace ya muchos siglos. Pero, ¿por qué investigar las relaciones, influencias, perturbaciones e incidencias de una cultura filosófica en otra? ¿No valdría también entonces investigar lo mismo en cualquier otro contexto, en cualquier otra disciplina? ¿Por qué no investigar la influencia de determinados textos alemanes en la cultura francesa o la influencia de la filosofía anglosajona en la constitución del pensamiento nórdico o la mordedura del pensamiento oriental en los usos occidentales o, qué se yo, cualquier otra cosa? ¿Qué diferencia habrá en esta interconexión respecto a otras posibles? Ciertamente hay un hecho evidente y es que François Cusset se puso a ello y de ello queda este estupendo libro para evaluar estas posibilidades. Quizá anime a otros y consiga que esta especie de filosofía comparada se extienda y se convierta en práctica frecuente, inclusive podría institucionalizarse y quizá en un futuro próximo empiecen a fundarse cátedras e institutos de investigación que reciban este nombre: filosofía comparada.
Fuera ya de la crítica impertinente de por qué hacer tal o cual cosa, o de la todavía más impertinente, por qué no hizo esto o aquello. El libro de Cusset tiene dos intereses fundamentales. El primero es consecuencia directa del objetivo del autor. En la investigación de la presencia, influencia, perturbación y consecuencias de la filosofía postestructuralista francesa en la filosofía académica americana el autor nos deja un excelente análisis de la institución universitaria americana que impresionaría a cualquier sociólogo que quisiera investigar esta cuestión. Además nos describe la secuencia histórica del desembarco francés en los Estados Unidos y su retorno al continente europeo, como seguramente no se ha realizado nunca en ningún estudio de historia de la filosofía. También nos ofrece un estudio profundo de los distintos instantes relevantes de este proceso equiparable a cualquier trabajo de filosofía de la cultura o de la ciencia que tomase como monográfico estos momentos. E incluso para quien quiera aprender más de las relaciones y de las ideas de todo este elenco de personajes filósofos franceses y americanos este libro será una referencia obligada.
Así pues hay al menos cuatro libros en uno, lo que sin duda es una extremada generosidad en los tiempos que corren, y aunque la lectura del libro no es un acto ligero, desde las primeras páginas uno es capaz de tener ordenadas estas diversas secuencias. O dicho de otra manera, que haya cuatro libros en uno no resulta ni confuso ni entorpece la comprensión ni añade dificultad a la lectura.
Esta virtud se logra en el despliegue histórico, cronológico, del desembarco francés en la universidad americana, pero también marcando claramente en la secuencia del tiempo las reacciones y contrareacciones que este desembarco tuvo en la academia estadounidense y cómo van delimitándose en el tiempo las áreas de influencia y de oposición que esta singular y vigorosa filosofía gala produjo en el singular humanismo americano. Así, tras una presentación de la prehistoria de esta contaminación singular, representada en la influencia del pensamiento estructuralista en los años sesenta, se fecha con claridad “la invención del pensamiento postestructuralista”. El congreso realizado con el título de “The language of Criticism and the Sciences of Man” organizado en la Universidad Johns Hopkins en Octubre de 1966 representa el pistoletazo de salida de todo un proceso que transformará los departamentos de Literatura y de Humanidades de las principales universidades americanas. En ese congreso intervendrá el siguiente elenco: Barthes, Derrida, Lacan, René Girard, Jean Hyppolite, Lucien Goldmann, Charles Morazé, Georges Poulet. Tzvetan Todorov y Jean-Pierre Vernant. Faltarán Jakobson, Genette y Deleuze aunque envían sus textos.
A partir de este momento la contracultura hippie, beat, contestataria, pacifista de tradición marxista o al menos bajo la sombra del movimiento por los derechos civiles de los sesenta se irá transformando hacia una teoría sofisticada que se va encerando en los departamentos de Literatura y desde allí la proyectarán en mayor o menor medida a la sociedad americana y, naturalmente, la devolverán a Europa revestida de un nuevo interés y de nuevas formas de acción, de contestación y de crítica.
Porque efectivamente la primera y quizá más profunda recepción de los pensadores franceses se va a realizar en los departamentos de Literatura. En ellos surge una nueva Theory. Una Theory que ya no tienen que ver con la tradición pragmatista, ni con la theorie alemana que llevara al nuevo continente la emigración alemana tras la subida del nazismo al poder y representada fundamentalmente por los autores de la Escuela de Frankfurt, ni con la theory que se generó alrededor de la figura de Chomsky. Es una theory literaria, intransitiva, cuyo objeto de estudio es ella misma y su producción. Un theory que inicialmente abandera el cuarteto de Yale – Paul de Man, Harold Bloom, Geoffrey Hartman y J. Hillis Miller- de la mano de la deconstrucción de Derrida. Si es que no habría que incluir al propio Derrida entre los autores americanos, al menos el Derrida de los setenta. Cusset enuncia el misterio Derrida:
“Hay un misterio Derrida. Más que por su obra, cuya opacidad sin embargo no puede negarse, por su canonización, primero estadounidense y luego mundial. Un pensamiento tan poco asignable, tan difícilmente transmisible como el suyo, un pensamiento que no sabríamos situar, salvo tal vez en algún punto entre la onto-teología negativa y la exploración poético-filosófica de lo inefable, un pensamiento, en definitiva, que se mantiene a distancia (y en todos los sentidos de la expresión), ¿cómo ha podido convertirse en el producto más rentable que haya existido jamás en el mercado de los discursos universitarios? ¿Cómo este oscuro trabajo de zapa se ha visto acaparado, compactado, digerido y servido en dosis individuales en un campo literario como el estadounidense al que desde entonces le han crecido las alas y, no contento con embalar este exigente pensamiento en manuales de primer ciclo, lo ha transformado en un programa de conquista epistemo-política sin precedentes? ¿Cómo es posible que por cada francés que ha leído un libro de Derrida, en el país de la filosofía en el liceo, diez estadounidenses ya lo hayan recorrido, a pesar de la pobre formación filosófica que les caracteriza? ¿Y cómo es posible, en definitiva, que esa palabra «deconstrucción», que Derrida toma de El ser y el tiempo de Heidegger (para traducir el término Destruktiori) con el fin de esbozar una teoría general del discurso filosófico, haya pasado en tan gran medida al lenguaje corriente en Estados Unidos como para encontrarla en los eslóganes publicitarios, en los micrófonos de los periodistas de televisión o en el título de una película de éxito de Woody Alien, Deconstructing Harry (1997)?” (pág. 117)
Tras la articulación de la deconstrucción derridiana en la crítica de altos vuelos que realiza fundamentalmente de Man, pero también Bloom en una primera etapa, salta a la escena teórica una lucha inédita. Ya sea desde Derrida o ya sea desde Foucault, lo que ha quedado claro es que no hay verdad, no hay objetividad. Sólo hay dispositivos de verdad, transitorios, tácticos, políticos. Esta constatación se traduce en las universidades americanas en que la objetividad sólo es “subjetividad del varón blanco”.
Así, en un país donde la principal fuente de conflictos y de preocupación tienen que ver con el mantenimiento de las heterogéneas identidades que lo conforman, o en la demarcación y separación de las ya existentes, de la mano de los resultados de la theory y frente al sector liberal establecido en el pensamiento conservador, va a desarrollarse, una serie de guerras culturales que luchan por la afirmación de todas las identidades sometidas: mujeres, afroamericanos, chicanos asia-americanos, nativos-americanos, homosexuales, modernos de la cultura pop, raperos de todo cuño, cibernautas, freakes de lo más diverso. Estas políticas identitarias van a servir de contenido y de activismo a un nuevo campo de estudio que desplaza la crítica literaria hacia los Estudios Culturales o como se abreviará en el país de las siglas cult’ studs’. De entre todos ellos, los estudios feministas o de género van a traer a la escena a las intelectuales francesas, Julia Kristeva, Sarah Kofman y Hélenè Cixous, y tras ellas ya nada puede verse de la misma manera.
Para este entonces, el sistema ha reaccionado y empieza a apropiarse comercial y mercantilmente de la marca de los post’s y ensancha el mercado con todas esas identidades recién descubiertas.
En los 80’s, el poco contenido político, que todos los movimientos identitarios tenían, se va a ir desvaneciendo, para terminar en un persecución contra sus inspiradores de significativas consecuencias. Este contraataque es también un proceso complejo en donde van a participar muy diversos actores y por muy diversos motivos.
Lo primero que va a marcar la década es la vuelta al poder de los republicanos con Ronald Reagan en la presidencia. Pero dentro de la Universidad se inician dos procesos. Por parte de algunos de los mismos críticos que abrazaron el New Critics y por el movimiento conservador blanco y occidental se empieza a temer que el proceso de reivindicación de identidades diversas y la pérdida de criterios de evaluación que caracteriza la primera expansión de la posmodernidad en determinadas lecturas relativistas termine en una igualación o equiparación de los productos y valores culturales. Surge una reivindicación de un canon occidental en donde quede manifiesto que Sakespeare, Goethe o Dante no pueden estar al mismo nivel que Confucio, los cuentos africanos, la poesía India o el Corán. Por contra, las minorías señalan a los grandes autores occidentales como responsables de la difusión en las sociedades occidentales de los peores males: etnocentrismo, misoginia, colonialismo. Incluso los inspiradores de todo este vaivén de ideas terminan siendo señalados por sus preferencias. Al fin y al cabo Derrida analiza sobre todo a Platón, Rousseau o Heidegger; Kristeva homenajea a Mallarmé o Deleuze no oculta sus preferencias por Melville o Kafka.
El segundo proceso que terminará también pervirtiéndose, como casi todo en el capitalismo, tiene que ver con lo que saltará a la escena mundial con el nombre de lo Políticamente Correcto. Lo Políticamente Correcto, en la misma línea de la Theory despolitizada por falta de alternativas o por la insistencia de que toda alternativa fracasará en el empeño de la transformación, pretende depurar el lenguaje y las maneras de relación de la carga discriminatoria y peyorativa que tienen los signos que refieren a las relaciones humanas y de poder. En la Universidad americana completamente desconectada de la sociedad y sin una influencia precisa en ella, se limita la reivindicación al plano léxico y simbólico. En muchos casos todo el movimiento termina pareciendo ridículo, pero, sin embargo, va penetrando en los discursos oficiales, en la gestión de compensaciones y en un ejercicio de paliar injusticias históricas mediante los procesos de discriminación positiva. Es en la ejecución de lo que parecen estas buenas ideas donde la guerra va a trasladarse, de la mano de los periodistas fundamentalmente, al seno de la sociedad y a explotar la contraofensiva ideológica que hará tambalear el prestigio y la influencia francesa en los campus. Cuando comienzan a aparecer las injusticias manifiestas en los ámbitos laborales universitarios es cuando se va a ejecutar toda una estrategia para desprestigiar y derrocar los centros ideológicos con influencia francesa de las universidades. Los trapos sucios afloran en los medios generalistas: Paul de Man y su pasado antisemita, la indecencia de las fotografías de Robert Mappertholpe, el elitismo y la inmoralidad que muestran los medios de comunicación pública, en fin, la influencia barbara que adoctrina a los hijos de América que sólo leen a lesbianas negras y escuchan rock satánico. Todos terminan siendo, desde la contraofensiva conservadora y patriota que impera en la era Reagan de los intelectuales neoconservadores alejados de las esferas del poder académico, “enemigos de la Democracia”. En gran medida todo este planteamiento antiintelectual tenía el firme propósito de expulsar a los “radicales” de las universidades y, sobre todo, justificar el importante recorte en el gasto público hacia la Universidad. A la vez había que difundir los valores de la América eterna y se inicia desde la Administración todo un proceso de financiación de elites y de justificación del liberalismo mercantilista que se quería imponer. En este contraofensiva quizá el texto de mayores consecuencias haya sido “El fin de la Historia” de Fukuyama y la obra y la influencia de Leo Strauss.
Es cierto que la victoria de esta contraofensiva conservadora no hubiera sido tan fácil si la izquierda no hubiera despojado de contenido político a su pensamiento. Es cierto que la acción política no es algo que se sigue demasiado bien del pensamiento de Foucault o de Derrida o de Deleuze o de Lyotrad. El proceso que siguió en Estados Unidos, y diría que en todo el mundo occidental, a la irrupción del pensamiento francés ha consistido en un abandono cada vez más manifiesto de la acción política. La izquierda se ha segmentado en una diversidad de izquierdas donde el enemigo se ha confundido y donde entrar a dividir cualquier causa común ha sido lo más sencillo para una derecha que se cobija en valores firmes y eternos y que se apoya en una gestión del capital que le permite manejar las instituciones universitarias y científicas. En la era de lo post, la izquierda se ha convertido en una izquierda postpolítica donde cuenta más el reconocimiento casi corporativo de cada grupo que la lucha social y más los signos de afiliación que el combate político. Como dice Cusset, es difícil que “un debate sobre el falogocentrismo de las ciencias o sobre el uso de la mayúscula no podría constituirse en respuesta política al nuevo dogma conservador” (pág.199).
Llegados a este punto y para terminar la segunda parte del libro, Cusset, en un ejercicio de estilo muy interesante, depone el análisis profundo de los intereses políticos y de las complejas relaciones entre los diversos agentes sociales, para mostrarnos desde otra perspectiva los agentes internos del proceso académico: profesores y estudiantes; y las consecuencias de la llegada del pensamiento postestructuralista en áreas culturales como puede ser el arte y las prácticas artísticas y en la cibercultura emergente a partir de los años noventa.
En este cambio de registro Cusset selecciona a seis “estrellas del campus” que a su juicio representan la mejor digestión del postestructuralismo francés y a la vez la autoridad intelectual del campus americano: Judith Butler, Gayatri Spivak, Stanley Fish, Edward Said, Richard Rorty y Fredric Jameson. En unas pocas páginas para cada uno de ellos y ellas nos ofrece un perfil de su pensamiento teórico sumamente rentable para el lector. El cambio de perspectiva y de estilo nos muestra una vez más lo elaborado del texto y la densidad de análisis que despliega. Esta nueva mirada que ahora habría de calificar como filosofía de la filosofía resulta bastante inédita, pero muy productiva. Vemos a Cusset empleando los métodos y el tipo de análisis que los filosofos de… emplean en los distintos campos de la experiencia humana sobre la que dirigen sus miradas por encima de las cosas, pero ahora al volcarlos sobre ellos mismos nos desvela esos procesos por los que los textos se escriben, se difunden, se descontextualizan y se sirven en las más variadas bandejas que van a alimentar a los más variados comensales. Es esta filosofía de la filosofía, de la que ya había dado muestras sumamente interesantes cuando comenta el caso Sokal, en la introducción o cuando en apenas un par de páginas (pongan atención a las páginas que van de la 97 a la 103) desentraña los procesos de creación teórica, los mecanismos de la traducción, el trabajo y consecuencia de la cita y la consecuente invención de una teoría de la que en las siguientes páginas el propio Cusset desentraña filosófica, sociológica, política y culturalmente, la que mantiene coherente todos los registros de análisis que el autor despliega.
Por el mismo precio –que por cierto, para la cuidadosa edición que ha hecho la joven editorial Melusina ya es una ganga- encontramos entonces otro libro que, al menos para mi, ha resultado mucho más interesante, esclarecedor y gratificante, que todos los demás que mencionábamos anteriormente. Un libro que se teje entre líneas y que permite a esta obra escapar del localismo y de la temporalidad de la que sospechaba líneas arriba y que generaliza una metodología de análisis de la difusión, influencia, perturbación y trascendencia del trabajo intelectual de la que fácilmente se podría elaborar una teoría de corte evolucionista de la difusión de ideas y del establecimiento de creencias. Tengo la impresión de que esto no es un resultado casual y la presencia de la palabra ‘mutaciones’ en el subtítulo de la obra es un dato en este sentido. En el entramado del profuso y concienzudo trabajo que el libro ha exigido, se deja entrever un método generalizable y una mezcla de géneros e intenciones que resulta muy fructífera no sólo para el tema que es el objeto de estudio del volumen, sino para cualquier metateórico que desee desentrañar los misterios de los procesos de creación, difusión, manipulación y olvido de las ideas. Esos Memes que puso en la escena Dennett y que uno nunca puede prever su destino. Este otro libro que se muestra queda tan encajado en los que se dice que -continuando con el resumen- en el momento que concede Cusset al análisis de cómo los estudiantes absorben la teoría de altos vuelos en sus carreras, empezamos a comprender muchos de los fenómenos singulares que ocurren en este mundo del tardocapitalismo. Efectivamente un estudiante en el proceso de formación de los mecanismos de la argumentación, de la reflexión y de la crítica de la teoría, integra a ésta en los episodios vivenciales que cualquier joven quiere destacar en una biografía que sabe que pronto se va a volver monótona, impersonal y obligada a una supervivencia nada fácil en un mundo de incesante competencia y de poca creatividad. Los estudiantes van a hacer habitables las teorías que estudian del mejor modo que puedan recordar después y por eso muchas de las experiencias y actividades que realizan en los campus resultan a la par que creativas, divertidas, epatantes o productivas, burdas lecturas, descontextualizaciones inadmisibles o sencillamente incomprensiones profundas.
Para cualquier que haya caminado en la docencia universitaria, la lectura de estas páginas (225-236) le permite comprender las barbaridades que escucha a sus alumnos, y, lo que es mejor, el buen partido que sacan algunos de ellos, que terminarán haciendo teoría en la academia, de la imaginación vivencial que imponen a las lecturas de los grandes teóricos.
Este misma necesidad de integrar vivencialmente lo que se puede relacionar de la teoría con las vidas particulares es la nota característica de la influencia de la filosofía francesa en las prácticas artísticas y en las comunidades de cibernautas. A partir de los años 50, el arte experimenta, y fundamentalmente esto ocurre en América, una explosión de prácticas diversificadas en donde teoría y práxis se van diluyendo en un arte que contiene su propio discurso legitimador. Desde el expresionismo abstracto hasta el arte de la instalación y el uso de las nuevas tecnologías, en muy poco tiempo las tendencias se van sucediendo a partir de reflexiones teóricas y estéticas en donde la filosofía francesa se revela más valiosa que el pensamiento marxista o romántico anterior. El arte minimal, el conceptual, el happening, el arte pop incluso el Land Art van a tomar como biblia la obra de Braudillard. Según afirma un galerista “en dos años todo el mundo había leído Simulations”
En esta relación entre artistas y pensadores se producirán interacciones en ambos sentidos. Así algunos artistas como Mark Tansey van a colocar en sus obras los personajes de Derrida o Paul de Man, Rainer Ganahl crea un complejo cuadro con el índice de la obra de Deleuze, Masoquismo. Un video de Diana Thater es calificado como la expresión plástica de la Lógica del Sentido de Deleuze. Y por parte de la reflexión francesa es más que bien conocido el interés estético de Baudrillard, Foucault, Virilo, Lyotard y desde luego Deleuze.
En el campo de la arquitectura la relación resultó ser casi inevitable. Virilo cofunda el colectivo Architecture Principie en 1963, Baudrillard dialoga con Beauborg o con Nouvel. En América tras la caída del modernismo cristaliza un práctica teórica de la arquitectura que señala como mentor teórico, además de los citados, fundamentalmente a Derrida. Los representantes de este nuevo teorismo arquitectural son Peter Eisenman, Bernard Tschumi. Antony Vidler y Mark Wigley, entre otros.
Pero no solamente encontramos huellas (el término derridiano parece aquí conveniente) del pensamiento postestructuralista en el arte –digamos- más culto o de más honda tradición, también en determinados DJ’s intelectualizados de la música Hip-Hop, en portales de Internet que se amparan en la teoría rizomática deleuziana para exponer determinadas políticas de organización, gestión y uso de la red, en hacker activistas de los primeros años 90’s, y en una presencia de los autores franceses en sitios de todo tipo sin parangón con otras corrientes de pensamiento u otros movimientos artísticos o culturales intelectualizados.
La tercera parte del libro la destina Cusset a evaluar, tras la exposición realizada en las partes previas, la verdadera influencia y la presencia aún de la teoría francesa en los Estados Unidos, en el resto del mundo y en el retorno que estos autores han tenido en su Francia natal. Tras las idas y venidas, los ataques y contraataques, la crítica y la anticrítica, muchos autores estiman que todo este proceso no ha sido más que una moda dentro del mercado de las ideas de la que hoy no quedan sino formas –naturalmente- pasadas de moda, pero sin calado ni profundidad. Contra esto, Cusset estima que, en la medida en que la teoría ha tenido y sigue teniendo un proceso de lectura, de discusión, de crítica incluso, no puede ser solamente un efecto pasajero de una teoría que renovó los léxicos filosóficos, las estrategias de análisis y las formas de acción. Incluso en su muerte anunciada se prueba que el postestructuralismo francés ha sido una corriente profunda y novedosa de la que la historia tendrá que ocuparse. “Pues la teoría francesa encarna también, en la universidad y más allá, la esperanza de que el discurso vuelva a dar vida a la vida, que dé acceso a una fuerza vital intacta, aparentemente ignorada por la lógica mercantilista y el cinismo del ambiente.” (pág. 333). Para argumentar esta valoración, Cusset particulariza la herencia que los pensadores franceses legan en el pensamiento americano y en el del resto del mundo (Italia, Alemania, Brasil, México, India, Japón, Las Antillas, Haití, Argentina) catalogando todas las influencias significativas y reconocidas. Y a la vez recogiendo las que influyeron en los pensadores franceses, es decir y cómo no, las fuentes alemanas.
Finalmente, por supuesto, evalúa la presencia contemporánea de estos pensadores en la Francia contemporánea. Una Francia que se ha empeñado en borrar sus huellas y en acallar sus pensamientos, sin –según Cusset- conseguirlo del todo. Al fin y al cabo, aunque en esto Francia quizá sea quien mejor se protege de influencias externas, mientras estos pensadores sigan siendo centro de referencia en el mundo globalizado difícilmente podrán silenciarse con un pensamiento reformista y conservador.
En definitiva Frech Theory es un libro exhaustivo del que se aprenden muchas cosas, aunque quizá ninguna fuera desconocida por completo, pero sobre todo se aprende de él un modo de investigar y presentar los resultados de esta investigación que sí resulta novedoso. Una filosofía de la filosofía que emerge de una diversidad de estrictos análisis históricos, sociológicos, políticos, artísticos y culturales. Una práxis de la filosofía que ejemplifica muy bien los tiempos en los que vivimos, de los que esta pléyade de pensadores franceses tienen su buena parte de culpa y de acierto.
Independientemente de todo esto, el libro proyecta una imagen de un pensamiento vivo que se extiende central o marginalmente a una Universidad que, a pesar de su desvinculación social y política tradicional, crea novedad. No de todas estas instituciones puede decirse lo mismo. Y aunque uno tiene presente en mayor o menor medida lo que ha pasado en España, por ejemplo, en la recepción del pensamiento postestructuralista, al terminar la lectura de esta obra de Cusset, uno desearía estar inmerso en alguna de las guerras culturales que en este país ni existen ni posiblemente lleguen a existir.
* Es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis titulada “Modelos Narrativos de la Mente”. Ha trabajado profesionalmente en el campo de la Inteligencia Artificial y en el de la Ingeniería del Conocimiento. Sus intereses se centran en la Lógica, la Filosofía de la Ciencia y el lenguaje, la Ciencia Cognitiva, la Semántica Cognitiva y la Metáfora. Ha publicado diversos artículos en revistas especializadas y es el Editor de la Revista A Parte Rei http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/
Otras reseñas del libro en español
Mauricio Salgado, François Cusset, French Theory, Foucault, Derrida, Deleuze & Cía. y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos, 2007
Juan A. Fernández Leost, El legado post-estructuralista en el discurso político contemporáneo, 2006
April 6, 2008, 7:19 pm
French Theory in America
Stanley Fisch*
It was in sometime in the ’80s when I heard someone on the radio talking about Clint Eastwood’s 1980 movie “Bronco Billy.” It is, he said, a “nice little film in which Eastwood deconstructs his ‘Dirty Harry’ image.”
That was probably not the first time the verb “deconstruct” was used casually to describe a piece of pop culture, but it was the first time I had encountered it, and I remember thinking that the age of theory was surely over now that one of its key terms had been appropriated, domesticated and commodified. It had also been used with some precision. What the radio critic meant was that the flinty masculine realism of the “Dirty Harry” movies — it’s a hard world and it takes a hard man to deal with its evils — is affectionately parodied in the story of a former New Jersey shoe salesman who dresses and talks like a tough cowboy, but is the good-hearted proprietor of a traveling Wild West show aimed at little children. It’s all an act, a confected fable, but so is Dirty Harry; so is everything. If deconstruction was something that an American male icon performed, there was no reason to fear it; truth, reason and the American way were safe.
It turned out, of course, that my conclusion was hasty and premature, for it was in the early ’90s that the culture wars went into high gear and the chief target of the neo-conservative side was this theory that I thought had run its course. It became clear that it had a second life, or a second run, as the villain of a cultural melodrama produced and starred in by Allan Bloom, Dinesh D’Souza, Roger Kimball and other denizens of the right, even as its influence was declining in the academic precincts this crew relentlessly attacked.
It’s a great story, full of twists and turns, and now it has been told in extraordinary detail in a book to be published next month: “French Theory: How Foucault, Derrida, Deleuze, & Co. Transformed the Intellectual Life of the United States” (University of Minnesota Press).
The book’s author is Francois Cusset, who sets himself the tasks of explaining, first, what all the fuss was about, second, why the specter of French theory made strong men tremble, and third, why there was never really anything to worry about.
Certainly mainstream or centrist intellectuals thought there was a lot to worry about. They agreed with Alan Sokal and Jean Bricmont, who complained that the ideas coming out of France amounted to a “rejection of the rationalist tradition of the Enlightenment” even to the point of regarding “science as nothing more than a ‘narration’ or a ‘myth’ or a social construction among many others.”
This is not quite right; what was involved was less the rejection of the rationalist tradition than an interrogation of its key components: an independent, free-standing, knowing subject, the “I” facing an independent, free-standing world. The problem was how to get the “I” and the world together, how to bridge the gap that separated them ever since the older picture of a universe everywhere filled with the meanings God originates and guarantees had ceased to be compelling to many.
The solution to the problem in the rationalist tradition was to extend man’s reasoning powers in order to produce finer and finer descriptions of the natural world, descriptions whose precision could be enhanced by technological innovations (telescopes, microscopes, atom smashers, computers) that were themselves extensions of man’s rational capacities. The vision was one of a steady progress with the final result to be a complete and accurate — down to the last detail — account of natural processes. Francis Bacon, often thought of as the originator of the project , believed in the early 17th century that it could be done in six generations.
It was Bacon who saw early on that the danger to the project was located in its middle term — the descriptions and experiments that were to be a window on the reality they were trying to capture. The trouble, Bacon explained, is that everything, even the framing of experiments, begins with language, with words; and words have a fatal tendency to substitute themselves for the facts they are supposed merely to report or reflect. While men “believe that their reason governs words,” in fact “words react on the understanding”; that is, they shape rather than serve rationality. Even precise definitions, Bacon lamented, don’t help because “the definitions themselves consist of words, and those words beget others” and as the sequence of hypotheses and calculations extends itself, the investigator is carried not closer to but ever further way from the independent object he had set out to apprehend.
In Bacon’s mind the danger of words going off on their own unconstrained-by-the-world way was but one example of the deficiencies we have inherited from the sin of Adam and Eve. In men’s love of their own words (and therefore of themselves), he saw the effects “of that venom which the serpent infused…and which makes the mind of man to swell.” As an antidote he proposed his famous method of induction which mandates very slow, small, experimental steps; no proposition is to be accepted until it has survived the test of negative examples brought in to invalidate it.
In this way, Bacon hopes, the “entire work of the understanding” will be “commenced afresh” and with better prospects of success because the mind will be “not left to take its own course, but guided at every step, and the business done as if by machinery.” The mind will be protected from its own inclination to err and “swell,” and the tools the mind inevitably employs, the tools of representation — words, propositions, predications, measures, symbols (including the symbols of mathematics) — will be reined in and made serviceable to and subservient to a prior realm of unmediated fact.
To this hope, French theory (and much thought that precedes it) says “forget about it”; not because no methodological cautions could be sufficient to the task, but because the distinctions that define the task — the “I,” the world, and the forms of description or signification that will be used to join them — are not independent of one another in a way that would make the task conceivable, never mind doable.
Instead (and this is the killer), both the “I” or the knower, and the world that is to be known, are themselves not themselves, but the unstable products of mediation, of the very discursive, linguistic forms that in the rationalist tradition are regarded as merely secondary and instrumental. The “I” or subject, rather than being the free-standing originator and master of its own thoughts and perceptions, is a space traversed and constituted — given a transitory, ever-shifting shape — by ideas, vocabularies, schemes, models, distinctions that precede it, fill it and give it (textual) being.
The Cartesian trick of starting from the beginning and thinking things down to the ground can’t be managed because the engine of thought, consciousness itself, is inscribed (written) by discursive forms which “it” (in quotation marks because consciousness absent inscription is empty and therefore non-existent) did not originate and cannot step to the side of no matter how minimalist it goes. In short (and this is the kind of formulation that drives the enemies of French theory crazy), what we think with thinks us.
It also thinks the world. This is not say that the world apart from the devices of human conception and perception doesn’t exist “out there”; just that what we know of that world follows from what we can say about it rather than from any unmediated encounter with it in and of itself. This is what Thomas Kuhn meant in The Structure of Scientific Revolutions when he said that after a paradigm shift — after one scientific vocabulary, with its attendant experimental and evidentiary apparatus, has replaced another — scientists are living in a different world; which again is not to say (what it would be silly to say) that the world has been altered by our descriptions of it; just that only through our descriptive machineries do we have access to something called the world.
This may sound impossibly counterintuitive and annoyingly new-fangled, but it is nothing more or less than what Thomas Hobbes said 300 years before deconstruction was a thought in the mind of Derrida or Heidegger: “True and false are attributes of speech, not of things.” That is, judgments of truth or falsehood are made relative to the forms of predication that have been established in public/institutional discourse. When we pronounce a judgment — this is true or that is false — the authorization for that judgment comes from those forms (Hobbes calls them “settled significations”) and not from the world speaking for itself. We know, Hobbes continues, not “absolutely” but “conditionally”; our knowledge issues not from the “consequence of one thing to another” but from the consequence of one name to another.
Three centuries later, Richard Rorty made exactly the same point when he declared, “where there are no sentences, there is no truth … the world is out there, but descriptions of the world are not.” Descriptions of the world are made by us, and we, in turn, are made by the categories of description that are the content of our perception. These are not categories we choose — were they not already installed there would be nothing that could do the choosing; it would make more sense (but not perfect sense ) to say that they have chosen or colonized us. Both the “I” and the world it would know are functions of language. Or in Derrida’s famous and often vilified words: There is nothing outside the text. (More accurately, there is no outside-the-text.)
Obviously the rationalist Enlightenment agenda does not survive this deconstructive analysis intact, which doesn’t mean that it must be discarded (the claim to be able to discard it from a position superior to it merely replicates it) or that it doesn’t yield results (I am writing on one of them); only that the progressive program it is thought to underwrite and implement — the program of drawing closer and closer to a truth independent of our discursive practices, a truth that, if we are slow and patient in the Baconian manner, will reveal itself and come out from behind the representational curtain — is not, according to this way of thinking, realizable.
That’s a loss, but it’s not a loss of anything in particular. It doesn’t take anything away from us. We can still do all the things we have always done; we can still say that some things are true and others false, and believe it; we can still use words like better and worse and offer justifications for doing so. All we lose (if we have been persuaded by the deconstructive critique, that is) is a certain rationalist faith that there will someday be a final word, a last description that takes the accurate measure of everything. All that will have happened is that one account of what we know and how we know it — one epistemology — has been replaced by another, which means only that in the unlikely event you are asked “What’s your epistemology?” you’ll give a different answer than you would have given before. The world, and you, will go on pretty much in the same old way.
This is not the conclusion that would be reached either by French theory’s detractors or by those American academics who embraced it. For both what was important about French theory in America was its political implications, and one of Cusset’s main contentions — and here I completely agree with him — is that it doesn’t have any. When a deconstructive analysis interrogates an apparent unity — a poem, a manifesto, a sermon, a procedure, an agenda — and discovers, as it always will, that its surface coherence is achieved by the suppression of questions it must not ask if it is to maintain the fiction of its self-identity, the result is not the discovery of an anomaly, of a deviance from a norm that can be banished or corrected; for no structure built by man (which means no structure) could be otherwise.
If “presences” — perspicuous and freestanding entities — are made by discursive forms that are inevitably angled and partial, the announcement that any one of them rests on exclusions it (necessarily) occludes cannot be the announcement of lack or error. No normative conclusion — this is bad, this must be overthrown — can legitimately be drawn from the fact that something is discovered to be socially constructed; for by the logic of deconstructive thought everything is; which doesn’t mean that a social construction cannot be criticized, only that it cannot be criticized for being one.
Criticizing something because it is socially constructed (and thus making the political turn) is what Judith Butler and Joan Scott are in danger of doing when they explain that deconstruction “is not strictly speaking a position, but rather a critical interrogation of the exclusionary operations by which ‘positions’ are established.” But those “exclusionary operations” could be held culpable only if they were out of the ordinary, if waiting around the next corner of analysis was a position that was genuinely inclusive. Deconstruction tells us (we don’t have to believe it) that there is no such position. Deconstruction’s technique of always going deeper has no natural stopping place, leads to no truth or falsehood that could then become the basis of a program of reform. Only by arresting the questioning and freeze-framing what Derrida called the endless play of signifiers can one make deconstruction into a political engine, at which point it is no longer deconstruction, but just another position awaiting deconstruction.
Cusset drives the lesson home: “Deconstruction thus contains within itself…an endless metatheoretical regression that can no longer be brought to a stop by any practical decision or effective political engagement. In order to use it as a basis for subversion…the American solution was..to divert it…to split it off from itself.” American academics “forced deconstruction against itself to produce a political ’supplement’ and in so doing substituted for “Derrida’s patient philological deconstruction” a “bellicose drama.”
That drama features deconstruction either as a positive weapon or as an object of attack, but the springs of the drama are elsewhere (in the ordinary, not theoretical, world of economic/social interest) because deconstruction neither mandates nor authorizes any course of action. Participants in the drama invoke deconstruction as a justification for reform or as the cause of evil; but the relationship between what is either celebrated or deplored will be rhetorical, not logical. That is, deconstruction cannot possibly be made either the generator of a politics you like or the cause of a politics you abhor. It just can’t be done without betraying it.
But, Cusset observes, “Americans do not take kindly to things being impossible,” and even though the “very logic of French theoretical texts prohibits certain uses of them,” they have not refrained from “taking a criticism of all methods of putting texts to work and trying to put them to work.” The result is the story Cusset tells about the past 40 years. A bunch of people threatening all kinds of subversion by means that couldn’t possibly produce it, and a bunch on the other side taking them at their word and waging cultural war. Not comedy, not tragedy, more like farce, but farce with consequences. Careers made and ruined, departments torn apart, writing programs turned into sensitivity seminars, political witch hunts, public opprobrium, ignorant media attacks, the whole ball of wax. Read it and laugh or read it and weep. I can hardly wait for the movie.
* Stanley Fish is the Davidson-Kahn Distinguished University Professor and a professor of law at Florida International University, in Miami, and dean emeritus of the College of Liberal Arts and Sciences at the University of Illinois at Chicago. He has also taught at the University of California at Berkeley, Johns Hopkins and Duke University. He is the author of 10 books. His new book on higher education, “Save the World On Your Own Time,” will be published in 2008.
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