Columna de opinión publicada en la sección Educación de El Mercurio, domingo 27 enero 2008.
Texto completo a continuación
Discusiones zombies: universidades estatales versus privadas
No existe una clara distinción entre lo que es un plantel público y uno particular, por lo que la discusión sobre cuál tipo de institución es mejor es, por completo, estéril.
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
Durante las últimas semanas presenciamos un debate sobre si las universidades estatales o las privadas son mejores. Puesta así la cuestión, los resultados son previsibles. Conducen nada más que a reafirmar los estereotipos que existen a uno y otro lado de la divisoria que separa las aguas públicas y privadas.
Los defensores del modelo estatal proclaman las supuestas virtudes de sus instituciones: vocación pública, una cultura pluralista, mayor complejidad organizacional y reglas de acceso no discriminatorias. Y atribuyen a sus competidoras privadas una suma de males: neta orientación de negocios, compromiso confesional o con intereses particulares, baja calidad docente, abandono de la investigación, etc.
Al revés, los partidarios del modelo privado denuncian a las instituciones rivales como atrapadas por un burocratismo estéril, ineficientes y capturadas por intereses corporativos, al mismo tiempo que pregonan la superioridad de sus propias instituciones: bien gestionadas, eficientes, innovativas y más sensibles a las demandas de la sociedad.
En estos términos, la discusión no lleva a ninguna parte porque está mal planteada. En efecto, igual como en Chile hay múltiples formas de universidades estatales -altamente selectivas algunas y otras orientadas al mercado no-selectivo, con acceso abierto o socialmente discriminatorio, burocratizadas o emprendedoras, fuertes o débiles en los negocios de conocimiento, etc.-, hay también diferentes modalidades de universidades privadas: confesionales y no confesionales, pluralistas o comprometidas con una misión particular, con o sin fines de lucro, dirigidas a la formación de élites o de vocación masiva, etc.
Ni siquiera en el terreno de los tipos ideales existe hoy una nítida distinción entre uno y otro tipo de universidad. Hay numerosas universidades estatales alrededor del mundo que, como las chilenas, dependen del financiamiento privado; compiten por alumnos, académicos y prestigio; se administran crecientemente como empresas; deben vender servicios y cuidar la línea final de su balance; se hallan sujetas a evaluaciones externas y rinden cuentas ante gobiernos que les exigen eficiencia, productividad y cumplir estrictas metas de desempeño.
A su turno, hay numerosas universidades privadas en el mundo que -lejos de lo postulado por su tipo ideal- crecientemente asumen una misión pública, a veces reciben apoyo fiscal, desarrollan tareas de investigación, protegen la libertad de enseñanza, sirven también a estudiantes con escasos recursos, y son reconocidas como interlocutoras a la hora de diseñar las políticas para este sector.
En suma, las etiquetas de “estatal” y “privada” dicen poco ya sobre la naturaleza, el carácter, la organización y las funciones de una universidad. Más bien, estos rótulos operan como categorías zombies: muertas hace rato, andan todavía por ahí como autómatas creados por nuestra propia nostalgia. Insistir en estas categorías sólo nos lleva a sostener discusiones zombies.
© El Mercurio S.A.P
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