Columna de opinión publicada en el diario El Mercurio del día domingo 17 junio 2007. Texto enlazado aquí y transcrito completo más abajo.
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Superintendencia de Educación: fiscalizar o mejorar
José Joaquín Brunner
El proyecto que crea la Superintendencia de Educación busca establecer mecanismos de aseguramiento que protejan el derecho a una educación parvularia, básica y media de calidad. Inobjetable motivación. Ante sabidas fallas del mercado educacional, plantea regular la prestación de dicho servicio, generar indicadores de calidad, transparentar resultados y el uso de los recursos e introducir los incentivos adecuados. Propósitos, todos ellos, de indudable valor.
Sin embargo, ni la motivación enunciada ni los propósitos perseguidos se avienen con los arreglos dispuestos por este proyecto de ley.
Por lo pronto, la superintendencia se concibe, en lo esencial, como una instancia fiscalizadora, no como un órgano encargado de promover el mejoramiento de las escuelas a través de un apropiado régimen de incentivos. De hecho, se la faculta para fiscalizar un amplio radio de situaciones: cumplimiento de los estándares educativos; uso de los recursos públicos traspasados a los sostenedores; que las personas e instituciones cumplan con las leyes, reglamentos e instrucciones que ella imparta, y satisfagan los requisitos para mantener el reconocimiento oficial como establecimiento educacional.
En el ejercicio de estas atribuciones, la superintendencia puede ordenar auditorías de gestión financiera; entrar libremente a los establecimientos y dependencias administrativas del sostenedor a objeto de realizar sus funciones; acceder a cualquier documento o antecedente que estime necesario para fines de fiscalización, y examinar todas las operaciones, bienes, cuentas y archivos de las personas o entidades fiscalizadas. Las mismas facultades tiene la superintendencia ante terceros que administren o presten servicios a los establecimientos educacionales.
También puede citar a declarar a los sostenedores, representantes, administradores y dependientes de las instituciones fiscalizadas respecto de cualquier hecho que considere necesario para cumplir sus funciones. Por su lado, los sostenedores subvencionados deberán rendir cuenta de la gestión educativa y financiera de sus establecimientos según el calendario y formatos determinados por la superintendencia. Éstos podrán incluir aspectos tales como el balance y estado de resultados financieros; la inversión en infraestructura y materiales pedagógicos; operaciones con personas o entidades relacionadas; cumplimiento continuo de los requisitos de reconocimiento oficial, y logros en distintos ámbitos educativos y los procesos destinados a conseguirlos.
A su turno, tan espaciosas facultades se acompañan con amplios poderes de sanción, pues la superintendencia puede aplicar -según sea la gravedad y naturaleza de las infracciones- amonestaciones, multas, inhabilitación temporal o perpetua de la calidad de sostenedor o para ejercer cualquier actividad relacionada con la administración de establecimientos educacionales, y la revocación del reconocimiento oficial.
Dentro de este cuadro de fiscalización en 360 grados, el proyecto encarga a la superintendencia algunas funciones propias del aseguramiento de calidad, como la evaluación -también llevada al extremo de comprender insumos, procesos y resultados y aplicarse separadamente a los colegios, sus sostenedores, personal directivo, alumnos y profesores- y el minucioso examen de las rendiciones de cuenta presentadas por los establecimientos.
En suma, estamos frente a un meticuloso, profundo, detallado, intenso y costoso sistema de control de los proveedores subvencionados de educación obligatoria. La idea pareciera ser que la calidad educacional pueda mejorarse por medio de la vigilancia y el castigo. Es una visión panóptica de la sociedad, como la llamaba Foucault. Para que las cosas funcionen, hay que someterlas a una inspección integral y minuciosa.
¿Podrá mejorarse la calidad de la educación por esta vía? Difícilmente.
Vigilar y fiscalizar miles de colegios en 360 grados es una tarea impracticable. Evaluar comprensivamente a cada uno, por añadidura, requeriría desplegar un aparato y esfuerzos burocráticos de una magnitud tal, que jamás podrían justificarse por su impacto, el cual será, en el mejor de los casos, marginal.
En efecto, cada centro educativo es un microcosmos dotado de identidad, con proyecto propio, una peculiar cultura institucional, y con alumnos y profesores entrelazados en un orden pedagógico distintivo dentro de un particular entorno local.
Para funcionar mejor y mejorar sus resultados, los colegios necesitan, ante todo, una inversión sustancialmente mayor por alumno, contar con profesores bien formados y capacitados, apoyo de las familias y una planificación y gestión efectivas del trabajo de aula. Requieren, además, un régimen de aseguramiento de calidad que contribuya a desarrollar sus capacidades propias, refuerce su autonomía de gestión y les proporcione procedimientos razonables de supervisión, evaluación y acreditación. Tal régimen no debiera imponer ni exagerados costos de transacción ni resultar tan exhaustivo que asfixie.
Cabe esperar que, durante su tramitación parlamentaria, el proyecto pueda ser conducido en esta otra dirección.
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