Educación liberal
Enero 7, 2007

artes&letras13.gif Columna de opinión publicada en el cuerpo Artes y Letras del diario El Mercurio, 7 enero 2007.
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Educación liberal
José Joaquín Brunner
El debate en curso sobre la formación universitaria -sus objetivos y fundamentos, competencias a desarrollar, métodos pedagógicos a emplear, duración de los estudios, etc.- tiene una dilatada historia. De hecho, las universidades surgen en el siglo XII con el propósito de dar una nueva base intelectual a la formación avanzada o superior. Desde el punto de vista del método, ella debía conjugar razonamiento y discusión; se debate una cuestión que, a través de la disputatio, debe llevar a una conclusión verdadera. En cuanto a los contenidos curriculares, la universidad medieval busca recuperar la tradición clásica de las septem artes liberales, que hunde sus raíces en la filosofía griega y en la cultura de los oradores latinos, desde Cicerón hasta Quintiliano. Sin embargo, los estudios más cuidadosos (Kimball, Cobban, Pedersen) datan la emergencia del ideal normativo de la educación general o liberal, basada en las siete artes del trivium (gramática, dialéctica, retórica) y del quadrivium (matemática, geometría, astronomía y música), hacia la primera parte del siglo V, con Marciano Capella. De allí será luego adoptado por las primeras universidades en París, Salerno, Bolonia, Oxford y Cambridge.
¿En qué consiste este ideal? Ante todo, en el empeño por formar una elite compuesta de ciudadanos capaces de conducir, mediante su saber y expresión, la vida pública de la sociedad. Para ello debía ofrecer no sólo conocimiento e información sino, además, un código de conducta, basado en los textos clásicos y su inspiración moral. “Educamos al perfecto orador”, escribió Quintiliano, “quien debe ser un hombre bueno. Requerimos de él no sólo un talento excepcional para comunicarse sino, además, todas las virtudes del alma”. Naturalmente, las primeras universidades tuvieron que cristianizar este ideal (en esencia propio de la cultura pagana grecolatina), tarea iniciada tempranamente por Casiodoro, Gregorio de Tours e Isidoro, obispo de Sevilla.
En este contexto, el estudiante ingresaba a la universidad a los 14 o 15 años para cursar durante 3 a 5 años su bachillerato, atendiendo las lecciones de sus maestros sobre los libros y tópicos prescritos por las artes. Tras una secuencia de debates, que servía de examen final, el alumno recibía, junto con su toga, el título de baccalaurius. A partir de ese momento podía continuar sus estudios, por 1 a 3 años adicionales, hasta recibir la licentia que lo habilitaba para desempeñarse como maestro de artes. Sólo después venían los estudios especializados: teología, derecho canónico o civil y medicina.
¿Qué nos queda de esta rica tradición? Muy poco, si acaso algo. La formación general ha sido sustituida por una estrecha preparación profesional. El paradigma del buen uso del lenguaje -el del trivium- ha dado paso a las presentaciones power point, las pruebas de respuesta múltiple y los tests de contestación corta. Los manuales técnicos y las búsquedas en Internet han reemplazado los libros de inspiración moral. La formación del ciudadano activo en la res-publica se convierte ahora en instrucción para variadas ocupaciones prácticas. El propósito de modelar a las elites casi ha desaparecido del vocabulario de las universidades, o apenas se nombra por temor a herir la sensibilidad democrática de las sociedades de masas.
La pregunta entonces es: ¿qué hemos perdido y qué ganamos? Y, más al fondo: ¿es posible aún, y bajo qué condiciones, una auténtica educación liberal en las sociedades contemporáneas? Las respuestas deberán esperar hasta la próxima columna.
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